Tuvieron que pasar varios siglos para que Cervantes ocupara su ansiado lugar entre los grandes de la literatura. En parte este mérito se lo debe a varios autores de la Generación del 98 que hicieron de Don Quijote su santo y seña y de su 'padre' un ejemplo a seguir. A este grupo pertenecía Rubén Darío, que en febrero de 1905, coincidiendo con el tercer centenario de la publicación de la gran obra, decidió visitar algunos de los escenarios que recorrió el hidalgo, con parada en Ciudad Real y Argamasilla de Alba.
Más de 100 años separan la Argamasilla de Darío de la que hoy encuentra el viajero que llega buscando en esta tierra al Quijote que ya encontró el autor nicaragüense, con algunas diferencias - cien años no pasan en balde para nadie-, pero conservando en sus calles ese sabor a pueblo manchego lleno de sancho panzas curtidos, cercanos y sinceros, y de quijotes cargados de ideales y sueños. A aquella Argamasilla, que ahora queda a 50 minutos de Ciudad Real, por una autovía que en tiempos de Cervantes habría sonado a ciencia ficción, el buscador de hidalgos llegó en un «infame» carrito, «atado de pellejos y sacos de bacalao» y conducido por un carretero «genuino e incomparable tipo de Sancho Panza», como Darío explica en la crónica que publicó sobre esta visita en La Nación, un 9 de abril. La razón de aquel incómodo viaje, comenta Pilar Serrano, académica de Argamasilla y guía de excepción para La Tribuna en este viaje, es que entonces «la estación de trenes estaba en Cinco Casas» y no «a tres o cuatro kilómetros», como asegura el poeta en la crónica, sino a «a unos nueve kilómetros», como reza una de las señales que hay a las afueras del pueblo. Eso hace pensar que el viaje, pese a sus quejas, fue más ameno de lo que recordaba el autor nicaragüense.
Un día le bastó y le sobró a Rubén Darío para amar a la que denominó la «tierra de Don Quijote», a la que llegaría tiempo después Azorín, que como él también tuvo que alojarse en la fonda de la Jantipa, que ya no existe, pero que todo el mundo de la villa recuerda dónde estaba. Daba a la plaza, no a la de hoy poblada por esculturas quijotescas del escultor local Cayetano Hilario, sino a la de entonces, «que estaba formada por varios paseos». «Estaba ahí, justo donde hoy se encuentran los dos últimos balcones que hay sobre la farmacia», señala Serrano y como atestigua una placa. En ese punto estaba la pequeña fonda que regentaba la Jantipa, una viuda que se casó con otro viudo y «llegó a juntar 21 hijos», fon lo que es fácil entender que la que fuera «madre del sastre», lejos de amilanarse ante la presencia de aquel conocido poeta, le dejara las cosas muy claras desde el principio, como él mismo relata en su crónica y como Serrano cuenta a La Tribuna. «Dicen que la Jantipa le preguntó qué quería comer y el escritor no sé cortó y le dijo que duelos y quebrantos, salpicón, lentejas, olla y otras delicias. Pero la mujer, que era ya muy mayor, cuando lo oyó se echó las manos a la cabeza y le dijo que no podía ser». Conociendo la cocina manchega, es posible afirmar que en el cambio tampoco se quedó con hambre el nicaragüense, que afrontó el día con un ajo patatas, abadejo a la arriera (bacalao con tomate, cebolla y ajos), algún que otro huevo hervido y unas gachas, «a las que añadió, ante la insistencia del visitante, un pollo».
Darío sólo estuvo un día en Argamasilla, que entonces era «un pueblo sin luz eléctrica», apostilla Serrano, pero tuvo tiempo de sobra para conocer al cura, al barbero y recorrer las calles y rincones de este municipio que estuvo ligado a la Orden de San Juan. En este trasiego entre ficción y realidad llegó a la iglesia de San Juan Bautista, de estilo gótico y sin acabar, que no estaba muy lejos de donde se hospedaba. Fue allí donde encontró la prueba que su fe caballeresca y literaria necesitaba para creer que Argamasilla era ese lugar de La Mancha donde se escribió el Quijote, en un cuadro que todavía hoy se exhibe en la que fue la capilla nobiliaria.
Serrano subraya que el cuadro ya estaba en el municipio antes de que Miguel de Cervantes llegara y que se salvó de las garras de la guerra porque se guardó durante la contienda. Mirando el cuadro no es difícil encontrar en el retrato de Rodrigo de Pacheco un ligero parecido al caballero de la Triste figura. Si es así, y eso sólo Cervantes lo sabe, apenas a un paso podría decirse que yace el mismísimo Quijote. Bajo el cuadro, del 1600, puede leerse una leyenda, que es la que lleva a Rubén Darío definitivamente «a creer». En esta inscripción se habla de un hombre que se encomienda a la Virgen de la Caridad tras volverse loco, justo como le ocurrió a Alonso Quijano antes de volverse caballero, que «del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio». Oculta otros muchos secretos este cuadro en el que parece que también está la causa de que Cervantes terminara preso.
No muy lejos de esta iglesia, todavía más cerca si se conoce qué calles tomar del laberinto que suele conformar el centro urbano de un pueblo manchego, está la cueva de Medrano, donde se 'engendró' aquel «hijo seco, avellanado, antojadizo, y lleno de pensamientos varios». Conocida por haber sido la cárcel donde estuvo preso Miguel de Cervantes, aquella casa de labranza no se encontraba en muy buen estado cuando la visitó el escritor. Y así lo recoge en su crónica en la que invita al gobierno a adquirirla, a declararla Monumento Histórico y darla a conocer como lugar de peregrinaje entre los amantes de la literatura, «como la casa de Shakespeare en Straford-on-Avon». Y no era el único que lo pensaba. Cuenta Serrano que muchos escritores visitaron la cueva y era normal «que se llevaran a modo de recuerdo astillas de la puerta». Hoy, Rubén Darío disfrutaría viendo que en aquella bodega reconvertida en cárcel ya no hay ni polvo ni ratones. En la puerta de esta cueva, unas fotos permiten entender la preocupación de Darío y diferenciar entre aquella Argamasilla y ésta. De aquella, de la del pasado, habla también un pequeña edición del Quijote que se muestra en una vidriera a la entrada de la casa. Es de 1863, un año en el que la cueva se abrió para meter una imprenta de Hansburg. Al parecer, un año antes, el príncipe Sebastián había comprado esta casa con la intención de hacer de ella «un centro nacional del Cervantismo».
«Sólo pasó una noche Rubén Darío en Argamasilla, Azorín estuvo más tiempo», aun así, Serrano tiene claro que el escritor, en algún momento de su visita a aquel pueblo, que siempre ha sentido como propio el Quijote, también pasaría por el Casino de la ciudad, rincón de esparcimiento de los argamasilleros, y que, como entonces, «sigue siendo propiedad de los socios», además de no haber cambiado su decoración. Y también se dejaría caer por la rebotica, unos pasos más allá, que sirvió de sede a los académicos de la Argamasilla a los que hoy pertenece Serrano y de los que un día formó parte Azorín, pero esa es otra historia.
Fuente: latribunadeciudadreal.es
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