Los restos del represaliado enValdenoceda, enterrados en Daimiel

Sonrisas emocionadas, miradas complacidas y enjugadas, besos, abrazos sinceros... y un poema, pero no cualquiera, el canto a la fidelidad de Blas de Otero. Y por fin el último adiós. El adiós definitivo. Alrededor de un centenar de personas, familiares la gran mayoría de ellos, enterraron ayer los restos de Alfonso de la Morena y Feliciano Alcalde en el cementerio de Aldea del Rey, donde deberían estar desde hace 70 años cuando murieron «por primera vez». Llegaron tarde al lugar de donde nunca debieron de haber salido un fatídico día de noviembre de 1939 pero lo hicieron con el cariño y el respeto de todos sus descendientes: hijos, nietos y bisnietos.
No lejos de allí, en Daimiel, Montiel, Corral de Calatrava, Fuencaliente y Torralba otras seis familias hicieron lo propio con los restos de sus abuelos. Los ocho fueron represaliados de la Guerra Civil y los ocho fallecieron en la antigua cárcel de castigo de Valdenoceda, donde ingresaron meses después de finalizada la contienda que enfrentó a las dos españas. Entre sus muros se tiene constancia de que fallecieron 153 personas y, gracias a la labor de una agrupación, el pasado sábado se les entregó a quince familias, entre ellas ocho de la provincia, los restos de sus desaparecidos.
A las 10.30 horas dos coches entran en la plazoleta de la ermita de San Jorge. Dos hombres sacan de los maleteros dos pequeñas cajas de madera cubiertas por un manto morado. Dentro están setenta años de larga y dolora espera, de los que diez se resumen en una interminable lucha en los despachos. Julián de la Morena porta los restos de su abuelo Alfonso, seguido de Ángel Moya Alcalde, que hace lo propio con Feliciano, el padre de su madre. La gente empieza a coger sitio en la pequeña ermita. Se miran y saludan a personas que hacía tiempo que no veían.
Desde el altar, a cuyos pies ya están los féretros con dos ramos de flores con las siglas del PSOE, una voz se hace hueco entre los muros: «Este no es el momento de hurgar en el pasado sino que es tiempo de rezar por el descanso eterno de dos aldeanos a los que sus familias han buscado para que vivan eternamente en este cementerio, entre ellos». Es la voz del párroco de San Jorge y sus palabras esconden el sentir general. Y es que los sentimientos y el amor no entienden de colores políticos, de bandos ni de historia, «sólo del derecho de todos por saber dónde están sus seres queridos».
No hay llantos, ni dolor visible en el «segundo entierro» de Alfonso y Feliciano, condensado en veinte minutos de eucaristía sencilla y familiar. Muchos de los que los conocieron ya no están para llorarles y sus hijos prácticamente no los recuerdan (tenían 48 y 35 años cuando ingresaron en prisión y sus hijos eran menores de edad). Por lo tanto, son sus nietos y bisnietos quienes despiden sus restos. «Han sido muchos años peleando para que mi madre y mis tías puedan rezar a su padre en Aldea y ahora la palabra que resume todo para nosotros es tranquilidad», explica Ángel Moya con la caja de los restos de su abuelo en las manos camino del cementerio.
Allí, en el camposanto corren las primeras lágrimas, que curiosamente salen de los ojos de los más jóvenes. «Yo sé lo que ha pasado mi abuela durante estos años. Además en un pueblo donde no se podía hablar ni decir nada. Conozco al abuelo de mi padre por todo lo bueno que me han contado de él», explica José Luis de la Morena, bisnieto de Alfonso.

«Dos buenos aldeanos». «Creo en el hombre (...) creo en la paz (...) creo en ti, patria ...). Y aunque hoy hay sólo sombra, he visto y he creído». A las puertas del cementerio un familiar lee los versos de Blas de Otero y añade: «Os he visto y he llorado, os he tocado y me he arrepentido, y os he traído por fin con los vuestros. Y aquí no moriréis nunca más». Son palabras definitivas de despedida.
Julián de la Morena atiende a este medio a escasos metros de la tumba donde ya está enterrado su abuelo Alfonso. Con una sonrisa emocionada describe quién fue aquel hombre que perdió su vida al norte de Burgos con sólo 48 años. «Antes de que mi padre muriera en el 66 a nosotros nos hablaba del abuelo Alfonso, de cómo subía el día de Reyes a la cámara donde guardaban la comida y lanzaba a sus seis hijos caramelos, o cuando en el campo una borrica le dio una coz... y los coscorrones que le daba a mi padre cuando hacía algo mal». Julián silencia su alocución, traga saliva y prosigue: «Mi abuelo tenía ideas progresistas, y lo mataron, al igual que a Feliciano, por trabajar por su pueblo».
Alfonso de la Morena fue secretario local de UGT, afiliado al gremio de la agricultura de este sindicato, y concejal. Además de un hombre «profundamente interesado y preocupado por la cultura». «Eran hombres buenos que no saquearon, ni robaron ni mataron como quiso hacer creer el franquismo». Feliciano y Alfonso fueron apresados en noviembre de 1939, meses después de terminar la Guerra Civil. Alfonso murió en agosto del año siguiente por «politraumatismos» (según determina el estudio osteológico realizado a sus restos) en la prisión de castigo del régimen, aunque un primer informe hablaba de bronconeumonía.
Para tranquilidad de su familia la caja con sus restos guarda «toda la verdad». Una sentencia judicial y el reconocimiento moral por parte del Ministerio de que fue víctima de una represión ideológica y política. Es la memoria histórica de la vida y muerte de este aldeano que ayer, al igual que Feliciano, fue enterrado con la bandera de Castilla-La Mancha. Los familiares de los dos represaliados aplauden entre lágrimas y sonrisas el desenlace. «Ya está, punto y final. Se les ha hecho justicia», dice Julián.    

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